El pasado viernes 17 de abril se cumplió un año desde la muerte del autor de Cien años de soledad o El amor en los tiempos del cólera.
JORGE F. HERNÁNDEZ, colaborador de elpais.com, escribió esta crónica que merece la pena leer para recordar al grande del Realismo mágico:
Dicen que
nació en Aracataca en medio de un aguacero de diluvio y consta que el día que
murió tembló en la Ciudad de México y empezó a llover en su pueblo natal, luego
de siete meses y medio de sequía. Dicen que al llegar a la Ciudad de México
hace poco más de medio siglo, Mercedes su esposa sintió que podrían hacer vida
en un país capaz de volver rojo al arroz para que supiera más sabroso y que
ambos visitaron Buenos Aires una sola vez, ya publicada la novela Cien años
de soledad, en 1967, al inicio del sueño feliz donde los espectadores de un
teatro se ponían de pie para aplaudir a un escritor y consta que al escribir
esa novela, el escritor tendió una sábana en medio de la sala de su casa y
colocó un letrero que decía que allí, donde se iba apilando en cuartillas
blancas el siglo mural de la biografía de toda una estirpe condenada a la
soledad, se llamaba “La cueva de la Mafia” y que sus hijos no podían entrar ni
interrumpirlo y consta también que al recibir el primer adelanto de regalías de
esa misma novela, el autor pidió al gerente del banco que le llevara a casa una
maleta retacada con billetes sueltos y que años después, minutos después de que
alguien llamara desde Estocolmo, en 1982, para informarle al escritor de que
había sido reconocido merecidamente con el Nobel de Literatura, bajó con
Mercedes su esposa al jardín, envueltos en batas —y él con zapatos blancos— y
consta todo esto, porque el mayor de sus hijos tomó la fotografía en el
instante exacto en el que el mundo dejó de ser el mismo de siempre.
Gabriel José de
la Concordia García Márquez, hijo del telegrafista de Aracataca,
nieto y bisnieto de todas las historias posibles que alimentan todos sus
párrafos llega hoy al primer año de los primeros cien años de una eternidad
garantizada en millones de lectores que han de recrear como enredadera de selva
la vasta literatura que transpiró desde que empezó a hilar palabras en tinta.
Se confirma su irrefrenable capacidad para narrar como nadie todo lo que los
demás comensales de una mesa miran sin observar sobre los manteles y se
apuntala la verdad de que por encima de todo lo dicho, arriba de dimes y
diretes, al margen o en torno a sus fidelidades y anécdotas, andanzas y
aventuras, Gabo dejó no un conjunto de libros inmortales o varios volúmenes de
artículos, crónicas y cuentos invaluables, sino una literatura completa: una manera
de leer el mundo que se vertía sobre las yemas de los dedos al escribir cada
letra sin preocupación por los acentos o separaciones de sílabas.
A lo largo de
un tiempo largo, jamás me dejó visitar su estudio, esa nueva cueva donde seguía
escribiendo como si sólo los nietos pudieran comprobar las ocasiones en que por
allí volaba un loro que parecía hablar en canciones o el jarrón con rosas
amarillas que servían de amuleto infaltable para el escritor que desde joven
era capaz de convertir el género de crónica en “la verdad del cuento”, los
cuentos en anécdotas personales de todo aquel que los leyera y sus novelas en
la biografía íntima y entrañable de todo un continente. En la cueva
trashumante, como carreta de gitano que hipnotiza con imanes en cualquier selva,
Gabo escribió El amor en los tiempos del cólera, luego del Nobel y como
quien se deja anunciar en la Maestranza de Sevilla luego de haber cortado un
rabo.
Dicen que
escribió una carta al padre de Mercedes desde París y quien fuera su suegro ni
la abrió y la guardó entre libros de un estante quizá porque ya sabía que el
remitente llegaría para casarse con quien ya era la mujer de su vida, la madre
de sus hijos y la abuela de sus nietos, echando raíces de un árbol que floreció
en el momento en que la pareja de recién casados abordaba el día de su boda un
avión para Caracas, para un nuevo empleo de periodista y asegurándole al Sr.
Barcha que algún día el mundo entero reconocería que su hija se acababa de
casar con el mejor escritor del mundo y consta que años después en México, a
las afueras de una agencia de publicidad, el ya publicado autor de tres libros
afirmaría que en realidad escribía para que sus amigos lo quisieran cada día
más y más, tanto como se confirmó durante la noche en que se fue de este mundo,
por todo el mundo en las filas de personas que lo lloraban leyéndolo en sus
ejemplares y la lluvia de miles de pétalos amarillos como mariposas que
parecían llovizna de uno de sus propios párrafos. Dicen los que lo leen ahora
por primera vez en sus vidas que en una página exacta Úrsula Iguarán muere en
Jueves Santo y que en ese párrafo consta que fue un día de tan intensos calores
que “los pájaros se estrellaban como perdigones y rompían las mallas metálicas
de las ventanas para morirse en los dormitorios” y consta que el día que murió
Gabo, un pájaro confundido se metió quién sabe cómo a su casa y terminó
estrellándose en la ventana de la habitación donde empezaba su eternidad.
También sucedió en Jueves Santo.
Nada más. Nada
menos: la vida y literatura de Gabriel García Márquez está impresa como un
tatuaje inexplicable de azar y magias. Debo a la generosa amistad de Mercedes
Barcha, La Gaba, y a la fraternidad incondicional de Rodrigo y Gonzalo
García Barcha lo que narro en estas líneas y lo que vivimos o leemos en la vida
y obra de Gabo: todo ello es ya memoria palpable e imaginación desatada por
encima y allende de toda consideración ajena a su Literatura con mayúsculas y
quizá por ello, el día que dicen que se fue, sin permiso y en silencio conocí por
primera vez la cueva donde escribía. Horas antes, minutos después de su último
suspiro, su hijo captó también en fotografía el arco iris que pasó por encima
del sillón donde le gustaba leer; de noche, al filo de la madrugada del primer
día que hoy apenas cumple un año, yo mismo vi en penumbra lo que parecía la
tipografía del silencio. Efectivamente, son mariposas amarillas.
Jorge F.
Hernández es autor de La
Emperatriz de Lavapiés y colaborador de elpais.com, con la columna "Cartas
de Cuévano".